El dinero que se invierte en nombre de los niños y niñas de La Guajira.

Por: Zulma Rodríguez

zulma.rodriguez@fucaicolombia.org

El año anterior, el ICBF reportaba una inversión de cerca de 701 mil millones de pesos destinados a los niños y niñas de La Guajira. Así lo referenciaba en su página oficial: “El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) invierte una cifra histórica superior a los $701.000 millones para la atención de 140.757 niñas, niños, adolescentes y familias en el departamento, incrementando el presupuesto en un 83% y en 47% la cobertura de atención con respecto a la vigencia anterior”.

“Del total de la inversión, cerca de $574.145 millones se destinan para garantizar los derechos de la niñez y la adolescencia pertenecientes a las comunidades de los cuatro municipios de la Sentencia T-302 de la Corte Constitucional: Manaure, Uribia, Maicao y Riohacha, por medio del pilotaje de la nueva forma de atención integral al pueblo wayuu”.

Sin embargo, al recorrer La Guajira aún se encuentran monumentos al derroche de dinero en nombre de los niños, estructuras que no cumplen ninguna función, como baños, duchas y baterías sanitarias abandonadas. Lo más sorprendente es la existencia de Centros de Desarrollo Infantil (CDI) completamente olvidados, en regiones donde los niños no solo necesitan instalaciones dignas para su atención, sino que, con el paso del tiempo y la falta de mantenimiento, estos espacios quedarán inservibles. Como consecuencia, los millones invertidos se sumarán a la larga lista de proyectos abandonados en el enorme desierto.

Lo más preocupante es que las comunidades aún esperan la reanudación de la atención en los CDI y, por esa razón, no se atreven a tomar las instalaciones y darles el uso que realmente se necesita.

La Guajira que uno creería que ya no existe, aquella donde los niños aún toman clase bajo los árboles, donde buscan agua en los jagüeyes bajo el sol, o donde las niñas mueren pariendo a sus hijos en la soledad de sus rancherías, sigue viva y presente, a pesar de los miles de millones de pesos que se invierten. Sin embargo, estos recursos parecen estar destinados a quedar bajo el sol del desierto en forma de gigantescas moles de concreto, que terminan siendo monumentos a la mala planificación y a la baja sostenibilidad de los programas implementados por la nación. Al final, estas estructuras quedan enterradas bajo la arena de La Guajira.

Es triste ver construcciones majestuosas y abandonadas, con grandes rejas que impiden el paso de los niños, quienes se pasean fuera de ellas con sus pies descalzos, mientras enormes candados resguardan la soledad de las promesas incumplidas. Estas edificaciones, que debieron ser un símbolo de protección y desarrollo infantil, se han convertido en un testimonio de la ineficiencia administrativa y la falta de sostenibilidad.

Estos centros estaban destinados al cuidado y la nutrición de los niños y niñas, promoviendo su desarrollo integral y su educación inicial. Fueron concebidos como espacios abiertos a la comunidad, generadores de protección, confianza y seguridad. Además, debían facilitar el desarrollo de habilidades emocionales, afectivas y sociales.

Frente al funcionamiento del modelo propio e intercultural implementado por el ICBF en algunas comunidades de La Guajira, muchos de estos centros quedaron relegados a un segundo plano. Si bien es cierto que la atención de los niños debe partir de la familia y sus cuidadores primarios, estas instalaciones podrían ser utilizadas como centros educativos o comunitarios, en lugar de quedar en el abandono.

Preguntas sin respuesta

¿Quién es el responsable de que instalaciones como las de Wimpeshi, Walakali II y Petsuapa en Uribia no tengan un doliente que se haga cargo y permita su uso adecuado? ¿Por qué siguen cerradas a la comunidad?

¿Por qué no han sido puestas nuevamente en funcionamiento?

Si nunca se retomará el modelo de CDI, ¿por qué no entregarlas al Ministerio de Educación y a la Secretaría de Educación, para que sean utilizadas como centros

educativos?

Casos como el del Centro Etnoeducativo de Walirrumana, que en 2022 ganó el Premio Nacional de Arquitectura y que debió estar funcionando como centro de atención a la niñez, hoy se encuentra abandonado, carcomido por una plaga que debilita sus vigas y con un candado que refleja el abandono institucional. Sin importar la envergadura de un proyecto, si no tiene un plan de sostenibilidad y acompañamiento, quedará solo como la portada de una noticia difundida a nivel nacional, sin un impacto real en la comunidad.

Se hace urgente realizar un inventario de obras fallidas a lo largo y ancho del territorio, para evidenciar la enorme cantidad de recursos enterrados entre paredes de ladrillo y cemento. Estas estructuras son simplemente un recordatorio de inversiones mal planificadas y de proyectos fallidos, que generaron enormes ganancias para los contratistas, pero cero beneficios para las comunidades.

¿Cuántos de esos recursos se pudieron haber invertido en la reparación de microacueductos, el cambio de contenedores de agua, la rehabilitación de pozos profundos y artesanales, o incluso en la entrega de mercados para niños y familias en extrema pobreza?

La Guajira es una tierra de contrastes. Mientras algunos despilfarran dineros públicos y privados en infraestructuras inservibles, otros sobreviven en una antigua pista aérea, sin un destino claro. Es urgente evaluar, en nombre de los niños de La Guajira, qué obras se están construyendo en la región y si realmente cambiarán la realidad de estos niños, evitando que sigan muriendo bajo el calor del desierto.

Porque ¿de qué sirve construir edificios que nunca serán usados, tableros que nunca serán escritos, mesas que nunca serán servidas y cocinas que nunca serán calentadas, mientras los niños que los necesitan ven cómo se deterioran estas enormes edificaciones, que solo sirvieron para la foto, pero que hoy se derriten con el calor de la inoperancia?

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